Los Estados Unidos de América salvaron a Europa de la amenaza del triunfo del nazismo, al desembarcar una mañana gloriosa en las playas francesas de Normandía; hasta cercar y derrotar a Hitler, escondido en su búnker de Berlín.
Poco después los Estados Unidos de América defendieron a la vieja Europa de la voracidad sin límites de un país inmenso llamado la Unión Soviética. Les mantuvieron a raya en la llamada “guerra de los misiles", y fue John Kennedy quien dio un paso al frente, - que quizá acabó costándole la vida, quien sabe-, para evitar que Nikita Jruschchov desencadenara el holocausto nuclear.
Ahora así, de repente, aparece un nuevo elegido presidente que ocupa el sacrosanto despacho oval. Un empresario pelirrojo llamado Donald Trump, el cual de pronto rehabilita al moderno zar de las Rusias sagradas, venido nada menos que del KGB, y que invade impunemente un país soberano llamado Ucrania con el único deseo mal disimulado de ir comiéndose sucesivamente a los países bálticos, Polonia, Checoslovaquia, Hungría, y si pudiera también Alemania, Países Bajos, Francia, Italia y España.
Pues sí, se abrazan y se dan las manos reiteradas veces Putín y Donald Trump; se llaman por teléfono pues de pronto a los dos les unen intereses semejantes; a Donald Trump, elegido presidente, gestionar los Estados Unidos de América como si fuera su propia casa, una empresa privada literalmente suya, no en beneficio de su inmenso poder internacional, sino, repito, en su propio beneficio, escondido bajo el subterfugio de su país.
Al ruso le pasa algo semejante pero diferente, quiere restituir a la extinta Unión Soviética su inmenso y gigantesco feudo: la gran Rusia, sí, la de los extintos Zares.
De momento quieren merendarse y repartirse impunemente a la pobre Ucrania, a cuyos soldados y ciudadanos prisioneros les cortaban los dedos en represalia por su osadía de oponerles resistencia. Y al pobre Zelenski, presidente de Ucrania, llamarle miserable dictador que ha osado invadir la Rusia del Zar Putín.
La franja de Gaza: muy sencillo; hacer de ella un enclave turístico internacional, así como la Costa del Sol; con un Torremolinos, Marbella y el Puerto Banús, con lujosos hoteles de cinco estrellas, para que se doren los turistas en sus tumbonas mientras son deportados en masa a sus oriundos habitantes a países desconocidos y lejanos.
El Papa de Roma, ya moribundo, envía una carta a Donald Trump y le ruega que no haga atrocidades ni genocidios; y éste le contesta chulescamente que se ocupe de su Iglesia, que bastante tiene con esa labor.
A todo esto en un pequeño país denominado España, el presidente del gobierno es agarrado por donde más le duele por un tránsfuga situado en Waterloo, que es quien manda y ordena lo que hay que hacer y deshacer, porque sabe que necesita el presidente de sus votos para permanecer en el Palacio de la Moncloa, sede como sabemos de la presidencia del gobierno.
Sí queridos lectores, vienen días oscuros si Dios no lo remedia, claro que hace poco una bala hirió al señor Trump en una oreja, y por un centímetro o dos no se le alojó en el diencéfalo. Por eso cualquier cosa puede ocurrir en los Estados Unidos de América, si Dios no lo remedia.
Bueno, ya estáis servidos, queridos lectores. No he descubierto la pólvora, me he limitado a decir lo que todos ustedes saben de sobra, por eso perdonen que les haya hecho perder su precioso tiempo; y ya saben, el tiempo, el paso del tiempo, es uno de los tres conceptos que siempre me han obsesionado, vital y literariamente, junto con el amor y con la muerte.
Eso es todo.
Si (
No(
