Yo desde la mía, deformado por la edad y por la enfermedad, puedo afirmaros con rotundidad que no hay planeta donde huir, pues allá donde vayamos sembraremos la destrucción y el caos. El mal no es el planeta, el mal somos nosotros.
Cada vez entre la clase médica más avanzada circula la convicción -por sus connotaciones, deriva y comportamiento- que este veloz, imprevisible e irreconocible pequeño ser con frecuencia letal “es de diseño” y no propio de la naturaleza terrestre. Por eso aunque el hombre (repito los hombres y las mujeres) salieran de la tierra en busca de otros planetas, de una estrella donde poder habitar en paz, no lo conseguirían porque “el hombre es lobo para el hombre” y no es el planeta el causante del mal, de su mal, es él mismo quien viaja con él, el que se fabrica su propia sepultura.
El problema es estremecedor porque el citado virus puede enviarte a otro mundo. Y hay que ponerse a metro y medio de tus semejantes, no porque ellos puedan llevar el virus, sino porque ellos son el virus.
Esto es el mal, igual que el bien anida en cada uno de nuestros corazones, esa parte de año de cada uno, la envidia, la ambición el desenfreno, ese pequeño bicho invisible, o el Judas que cada uno de nosotros llevamos en algún lugar de nuestros bolsillos o de nuestros vestidos, como decía el otro día el curioso Papa argentino que tenemos ahora, garboso, sencillo, heroico, eficaz, chulesco, económico y genial, el de “las “periferias”, jesuita (los conozco muy bien) con ese acento y ese sarcasmo tan de allí.
Con un virus de diseño fabricado por alguno de nosotros mismos, que siembra la desolación; puedo aseguraros el día que se consiga que ya no mate , aunque deje secuelas, los ciudadanos, como locos volverán a sus automóviles a abarrotar las autovías y las ciudades.
Un viaje al mundo interior de cada uno de nosotros, a la solidaridad y a la paz. A pesar de ser todos diferentes y la distancia temporal entre ellos, me hubiese encantado conocer las opiniones de Marañón a Ortega, de Darwin a Linneo.