Escribir te perpetúa... ¡Inténtalo!

El resucitador en serie

Cuento: “Columna del Bárbaro Gentil….”

Por Carlos Morales Fredes *

Lunes 25 de enero de 2021

Sucedió hace muchos años, pero todavía recuerdo su nombre. Recuerdo también, la arcaica reciedumbre de su estampa, así como la prístina claridad de su voz. De lo que no estoy muy seguro hoy, es si todo lo que recuerdo me lo contó él o simplemente lo di por entendido.

Recién volvíamos de un viaje de cuatro días, a un lugar del campo donde habíamos vacacionado, cuando nos enteramos que una de las gallinas había sacado tres polluelos. (Teníamos, como resabio de nuestro pasado pueblerino, unas cinco en un pequeño gallinero al fondo del patio) Uno de ellos, había sido pisoteado por las otras y estaba casi agónico. Mi madre lo había rescatado, poniéndolo en una caja de zapatos. El único signo de vida, en él, era el aletargado movimiento bajo sus párpados cerrados. Esa noche, usando un cuentagotas, le dimos agua mezclada con alimento y lo dejamos al abrigo de una botella con agua caliente. En la mañana lo hallé muerto. Yacía inmóvil, y con las patas agarrotadas, entre los pliegues del paño que lo cobijaba.

Lo examinaba, pensativo, cuando sentí que llamaban a la puerta. Miré por la ventana antes de abrir. Un individuo alto, de barba, apoyado en un largo bastón y vestido con ropas que me parecieron no correspondía ni a la época ni a su envergadura, esperaba fuera. Me asomé, sin percatarme que aún sostenía al pollito en mis manos. –¿Diga? –A la vista de su tamaño y apariencia, mi voz vibró cargada de aspereza. –Buenos días –Dijo él, saltándose mi interrogante.

Hay que alimentarlo –Agregó, de inmediato, mientras miraba mi mano.

Me recuerdo haciendo un esfuerzo por disimular la impaciencia. El rigor mortis era tan evidente, en el pollo, que su comentario más que errado me pareció estúpido.

No puede comer nada; está muerto. –Rebatí, con franca impaciencia.

Movió la cabeza, de lado a lado, al tiempo que me lo arrebataba.

La maniobra, aunque descomedida, no fue brusca. Enseguida, y haciéndole un refugio en el hueco de ambas manos, acercó el ave a su boca. Luego de soplar por unos segundos me lo devolvió.

Hay que alimentarlo. –Repitió entonces.

Maravillado, pude ver que la vida volvía a reflejarse en las retinas del pollo.

Poco hacía que lo sujetara por las patas y, pese a ello, su cuerpo se había mantenido rígido y, ahora, lo veía debatirse por mantener la cabeza erguida y recuperar la vertical.

¿Cómo hizo…?

Fiel a sus maneras, no esperó a que terminase mi pregunta.

Yo también necesito alimentarme. –Dijo, esbozando una sonrisa.

Apabullado, por lo prodigioso de las circunstancias, lo dejé entrar. Así conocí su historia.

En tanto le calentaba algo de comida, y con el piar del resucitado duplicándose por la habitación, mis interrogantes surgieron atarantadas.

¿Qué sucedió allá afuera? ¿Quién es usted? ¿De dónde viene?

Dijo llamarse Asclepios. –Si de algo le sirve saberlo –agregó. Que era un viajero, un peregrino. Hacía muchos años que dejara su tierra y, desde entonces, deambulaba sin rumbo fijo. A donde me lleven mis pies, allí voy –dijo.

Su nombre me pareció bastante singular y se lo hice saber.

Me contó que su familia era de origen griego; del sureste de Tesalia. De allí lo singular de su nombre.

No obstante los años transcurridos, aun me parece ver sus ojos cansinos agrandándose de satisfacción, al verse enfrentado a un humeante plato de garbanzos.

Luego de engullir el pan, con que limpiara el plato, se le vio más propenso a continuar hablando. Insistí en mis preguntas.

Me contó que un hermano de su padre fue quien le enseñó el arte de curar enfermedades. Su tío Quirón era criador de caballos y un erudito –afirmó–. Poseía una gran biblioteca, y entre sus posesiones más preciadas se hallaban unos antiguos tratados médicos medievales, escritos por los maestros árabes Razi, Avicena y Abulcasis. Esos personajes, cuyos nombres me sonaron aún más raros que el suyo, fueron –según explicó– quienes sentaron las bases de la medicina moderna. Destacaba, entre ellos, una compilación hecha por el maestro Razi, denominada: Al Hawi, enciclopedia que constaba de 23 volúmenes. En esta obra –aseguró– estaban los orígenes de la obstetricia, la ginecología y la cirugía oftalmológica. Sus conocimientos los había adquirido estudiando esos libros y observando hacer a su tío.

Descubrió su don, cuando un potrillo fue mordido por una serpiente. Aunque él mató al reptil, con sus propias manos, el potro murió poco después. Mientras su tío buscaba una carreta, para ir a sepultarlo, él, movido por un impulso interior irresistible, impuso sus manos sobre el cuerpo inanimado. Cuando el hombre volvió, el animal estaba en pie.

–Al verlo, sólo dijo: “El alumno superó al maestro”. Pero ten cuidado –me advirtió, invocando antiguas creencias– tu poder puede enojar a los dioses.

Allí empezó todo –mencionó, con un dejo de resignación. –Desde ese día ya no pude dejar de hacerlo. No me lo permiten.

Lo que para los demás era una bendición, para él se transformó en una labor fatigosa e inacabable. Noche y día, los habitantes del lugar lo buscaban, para resucitar reses, caballares, aves, mascotas y hasta insectos. (Un criador de abejas, afligido por la mortandad que azotaba sus colmenas, suplicó por sus servicios y él no pudo negarse). Cuando resucitó a un amigo de la infancia, que murió ahogado en una acequia, ya no tuvo descanso. Gente de los pueblos aledaños y, hasta de la ciudad, acudían en su búsqueda. Su don se convirtió en un secreto a voces que algunos desvirtuaban tratándolo de charlatán y agorero, mientras otros –los favorecidos– insistían en ensalzar.

Agobiado por ese poder y sus consecuencias, había salido a los caminos.

Pero resucitación es una palabra desafortunada para describir lo que hago. Yo me limito a juntar el alma con el cuerpo; sólo los reanimo, los retorno a una vida que ya tenían, pero que habían perdido. La resurrección implica vida eterna y, eso, no es privilegio mío.

Sí”, que él se consideraba un creyente –mencionó, respondiendo a una consulta mía– aun cuando en su familia eran todos heterodoxos; “paganos, más bien” –reconoció, con algo de incomodidad– ya que, entre ellos, abundaban ciertas conductas cercanas a la idolatría.

Que había estado en muchos países y ciudades; pueblos en que fue alabado o perseguido, y hasta en algunos lugares olvidados por los mapas, cuyos habitantes vivían como al principio de los tiempos. Allí sintió, por primera vez, un asomo de vanidad, al verse reverenciado y elevado a la categoría de divinidad. Desde entonces, y huyendo de toda muestra de gratitud que lo envaneciera, es que “no permanecía mucho tiempo gastando el piso en el mismo lugar” –así mismo lo dijo– pero que, aun así, donde sea que fuere, su fama parecía antecederle. De un modo u otro la gente se enteraba, buscándolo para que ejerciera su poder vivificador.

Yo hago lo que hago, sin cuestionarme. Algunos me ven como un santo y otros como un demonio. Yo los entiendo; es una reacción natural. De alguna manera, sus cerebros deben intentar darle sentido a esto.

Pero, ¿cómo cree que empezó todo? Comprendo que haya aprendido a curar, pero…

Yo también me lo he preguntado. Mi tío Quirón, acabó asociándolo a sus creencias paganas y concluyó que había sido la sangre de la serpiente. El día en que la maté, tomándola de la cola y azotándola contra una piedra, su sangre me salpicó. Y como después sucedió lo del potrillo…

Por eso la talló allí, quiso que la trajera siempre conmigo –concluyó, señalando la vara.

Miré el largo bastón apoyado en la pared. Lucía una serpiente labrada enrollándose en toda su extensión. El reptil parecía vivo. Un trabajo hábil y acucioso.

Conversamos largamente hasta que, en algún momento y tras agradecer mis atenciones, anunció que se marchaba.

Lamenté su partida. Había disfrutado de su grata conversación y compañía. Estando junto a él, sentí que recuperaba algo que de niño había perdido. Lamenté también –y así se lo hice saber– que quizá no fuese a estar cuando necesitara sus servicios.

No se preocupe –dijo– si ando cerca vendré a despertarlo y haré que lo alimenten. Por alguna razón, morirse da hambre –agregó.

Recuerdo el apagado ruido de sus sandalias, y de su bastón, apisonando el polvo del camino; los oí, hasta que la lejanía pareció cernirse sobre su figura. Recuerdo también, haber tenido la certeza que algo que no volvería a ver jamás se iba con él. Lo que no puedo recordar es si le pedí quedarse, o sólo fue un deseo que pasó por mi cabeza y jamás llegué a verbalizar. Lo cierto es que, desde ese día, no volví a verlo.

Era pascua de resurrección, cuando me llegó un rumor inquietante y disparatado. Cruzando el bosque de una provincia sureña, lo habría alcanzado un rayo. Que su cuerpo calcinado, o lo que de él quedaba, yacía en una tumba anónima señalada sólo por una vara ennegrecida. Que una serpiente protegía la sepultura –decía el rumor– y que algunas mañanas se la podía ver, tomando sol, enroscada a lo largo de la vara.

* Carlos Morales Fredes – Es un poeta, narrador, cronista, (1951) chileno, residente en la ciudad de Arica, en el extremo norte de Chile. Es socio fundador del Club de Lectura “Cuenta conmigo”. Columnista del periódico ariqueño “La Estrella De Arica", periódico en el que ha conseguido ser el columnistas más leído. Primer premio regional en poesía (1986). Premio especial prosa en concurso nacional de Empresas Denham (2008). Obtuvo en dos oportunidades el “Premio a la creación” del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes con sus obras “Ausenciando”, (cuentos, 2008) y “De Corín Tellado y otras novelas de bolsillo”, (novela, 2015). Es autor de “Crónicas de aeropuerto”, “El resucitador en serie”. Ha participado en numerosas Antologías: “Avisos desclasificados Vol. I”, “La Nueva Nortinidad”, “Catálogo de Escritores de Arica y Parinacota”, (Cinosargo). “Identidad y Pertenencia”, “Muestra Literaria de escritores de Arica y Parinacota”, (Cinosargo), “Antología De Los Extremos De Chile”, Arica–Parinacota, Magallanes–Antártica. Antología de escritores de Arica–Antofagasta, “Antología del Cuento Chileno vol. II”, (Mago Editores), 2016, “Los Diez Mejores Cuentos de Arica–Parinacota” (2018), Antología Binacional Arica–Parinacota, Chile. Madrid–Valencia, España. Su obra “De Corín Tellado y otras Novelas de Bolsillo”, ha sido incorporada por la Doctora Soledad Maldonado Zedano, a su cátedra en la Universidad San Agustín, Arequipa, Perú. (2019)

cmoralesfredes@gmail.com