Él y su esposa Bea sufren la tristeza del fin, a mí me conmueve ver a Patton inmovilizado, escayolado hasta el cuello e inmóvil en una cama; hasta que de pronto me veo en él a mí mismo en mi infancia, escayolado y tumbado en un cochecito de ruedas.
Sí, han pasado muchos años, tantos que se me había olvidado. Yo era entonces un pequeño George Patton, con unos padres maravillosos que sufrían cuidándome y viéndome así, el hijo primogénito. Papá había hecho la guerra civil y tenía la medalla de sufrimientos por la patria.
Ahora soy viejo y achacoso, y Bea es mi esposa Elena, una mujer maravillosa, y tengo una hija también maravillosa; pero soy consciente que estoy viviendo mis últimos tiempos. Y la vida es así, como decía mi hermano Enrique, recientemente fallecido: “nacer, reproducirse y morir”.
Enrique, un hombre fuerte y vigoroso como era Patton, al frente del tercer ejército durante la segunda guerra mundial.
El Señor ha dispuesto que yo aún viva, después de ver marchar a mis dos queridos hermanos, a Mercedes y a Enrique. Sé que me espera un no muy lejano final. Pido al Espíritu Santo -mi predilecto al que tanto quiero-, que no sea muy gravoso mi final, él sabe que yo soy un ser débil e imaginativo, he imaginado a veces como será el paraíso.
Pido a Dios que me conduzca, como ocurrió con Patton -escayolado en el Hospital militar como yo lo fui en el Sanatorio del Rosario de Madrid, donde fui intervenido quirúrgicamente por dos veces cuando tenía solo cuatro años por el doctor don Darío Fernández Irüegas-.
Sí, pido a Dios, que sea clemente conmigo en ese final, y que me permita entrar en su Reino. Quizá entonces pueda ver de verdad al General Patton, y pueda estrechar su mano con respeto y admiración.