La manada recorre grandes distancias comiendo yerbas, cortezas de acacias y otros árboles, frutas y raíces de todo tipo, mientras se abanican con sus grandes orejas para refrescarse en la calima o se bañan en las charcas para asearse y desparasitarse.
La manada corría por la sabana cuando fue dispersada por los ruidos de los rifles. Una elefanta salió despavorida, corriendo lejos de la manada.
Más abajo del río fue tiroteada.
Cortaron su trompa y sus colmillos con una motosierra mientras ella perdía la vida.
Allí quedó la elefanta moribunda. Se iba desangrando con su cara salpicada de sangre y devastación. Murió desfigurada en poco más de media hora.
Todavía lo recuerda el elefantito, ya viejo y cautivo en el zoo de una ciudad europea, cada vez que oye el ruido de un petardo y se estremece y llora con un dolor hondo y afligido.
El dolor del día en que vio rematar a su mamá poco antes de ser apresado en una jaula y de perder su mundo y su familia para siempre.
Ahora es un fantasma sin vida metido en un descomunal cuerpo de elefante humillado.
Le practicaron una especie de phajaan con un afamado maestro tailandés para quitarle el alma y convertirle en un dócil y sumiso saco de huesos del parque de fieras.
Nunca he tenido claro si la casa de fieras se refiere a los animales cautivos del zoo o a los que van allí a verlos pasear su desgracia.